jueves, 14 de octubre de 2010

MIEL AMARGA

D
esde temprano Domínguez estuvo en la calle para comprar toallas a su mujercita. Que si tiene la norma, piensa felizmente, ayer no habrá fornicado. Pero ciertas sábanas del Florida Rosa yacían maculadas. Había discordia en semejantes observaciones vestido todo de alba hasta el calzado. Comenzaba a usar los pantalones a la altura del ombligo, a ponerse panzoncito. Esta mañana siente el rostro abotagado, el cuerpo entumecido, un existir apelmazado. En la calle más de uno lo adivina hombre sin civismo, moralmente indiferente de la realidad y del prójimo, que cuando le alcanza la energía, políticamente empeños de anarquismo, pero involuntariamente extravagante e inevitablemente sentimental. Tienen razón. Este día algo en el andar de Domínguez está resultando sin orquesta, su cuerpo, claustrofóbico, se balancea más de lo normal. La incomodidad es también por la disnea y reconocer que su carácter se ha modificado, notarlo sólo hasta ahora. Esta incumbencia de lo cotidiano respecto a la inflamación de sus pulmones, de sus intestinos y de su alma, creyó que era una postura grotescamente paranoica de su parte, impresión de que todos notan cómo un seseo despedido alcanza a ser audible, cómo alguien en la calle siente aligerar su itis. Este destacar tan blanco entre la gente justo ahora que no favorece, y obtener a fin de cuentas lo opuesto a la conveniencia; si la vida en verdad es río de sabiduría y no un mero caos. Andar todo de blanco por la calle le endurece la caña, las manos en los bolsillos, erección en decúbito resguardan, bombeo y estirar. Con frecuencia consigue imponer el magnetismo de su singularidad, al abordar el bus, por ejemplo, más de una persona queda prendida, y si no acota tales curiosidades expresando algún rechazo, ascienden a extrañeza y hasta revelaciones siniestras, mientras a otros provoca risa, aunque la mayoría reacciona con desconfianza. Él sabe por qué le hacen esas preguntas; lo que sienten es admiración, compasión y a la vez turbación. Domínguez lo atribuye a la fuerte resonancia de su diálogo interior, que lo hace parecer loco. Pero en mañanas como ésta, inflamado de mal dormir y en que tiene que explicarse la razón trascendental de cada uno de sus actos para proceder, le resulta intolerable. Acaso únicamente se trata de percibir el mundo fuera de foco. ¿Sería secuela del abuso?     

Aquella mañana Domínguez asomó a la taberna por la curiosidad de ver quién está embriagándose cuando él no. Mateo, preñado de alcohol y acompañado por una mujer. Decidió entrar a saludarlos. Ella detectó que el paquete de Domínguez eran toallas de las farmacias económicas y lo anunció pero Mateo estaba casi perdido. Tras declinar la invitación porque iba de paso, Domínguez aceptó beber solamente un vasito de ron. Surgió Maribela en su mente pero de inmediato la diluyó en este principio del regocijo, que es, dice, excelsitud. Después de todo, últimamente el comportamiento de su mujer no ha sido ejemplar; unos minutos presa de su condición. Mateo ensalzó a Domínguez ante Rosaurio con un gesto inusitadamente profundo y sentimental, luego una sonrisa extraviada y el comentario se esfumó, perdía equilibrio entre tornasoles de cansancio, ebriedad y vigilia, otro gesto, dedo índice llevado casi al suelo, desde críos, y no pudo más, fue apagándose hasta quedar dormido. Impresionado por lo que pareció un envenenamiento, miró a Rosaurio acicalarse la cabellera y beber satisfecha. ¿Es usted doctor? Soy escritor. Algo así imaginé, algo medio artista, pero yo creí que de la televisión; y soltó una carcajada. Inculta además ebria; no obstante su comentario repercutió en el orgullo de Domínguez, trabajar tanto en la formación para ser confundido un día con un petimetre de la pantalla chica (sin embargo lamentó no haber traído los lentes dinámicos conseguidos en la ganga). Yo también escribo, se pronunció la mujer, pretendía no quedarse atrás, dejó de tramarse el cabello para dibujar un arcoíris sobre su cabeza y recitar “amímegusta-todoloques-artís-tico”, ornar con una insinuación de caravana. El arte es bonito, fue la deferencia de Domínguez, condescendiente y superior, el privadísimo desprecio salió como dardo. En su conciencia vindicó un trato respetuoso para esta mujer. Comenzó a beber resueltamente ahora que las categorías estaban declaradas. Y, bueno, con Mateo dormido, su amigo desde chicos, un susurro tentador alentaba a Domínguez a la audacia. La damita insistía en conjugar su cabello con movimientos que Domínguez tuvo por amazónicos, más el aire belfo de esos labios, ojos montaraces e inyectados por el vino, parecía inalcanzable, como silvestre, resentida de los hombres, se pensaría que ultrajada por quien más amó, ¡zaz, culera!, el viejo Lupe, el proxeneta: revistucha semanal. Mateo había comenzado a roncar y su cabeza vencida parecía una boya a flote. Rosaurio estableció que entre ellos sólo existía compañerismo. ¿Te digo algo?, miró su reloj y continuó hablando desde antes de erguir el rostro, no sé, pero me gustas, dulcificó, así medio intelectual, medio rechazado, a veces has de ser un mamón. Domínguez ostentó una inquietud conservadora al verse obligado a tomar el rol de tutor. Ay, papi, no te enojes, es que se ve que eres de carácter, que la mujer se deje llevar por ti, te gusta que confíe en su hombre, ¿cómo te llamas?, que confíe en Domínguez, que significa el que cada domingo lo hace más rico. Jajajá. Algunos me dicen la cubana, así que no te fijes. Has de ser un rey. Además eres elegante, zapatos blancos y todo, gigoló. De repente algo la enfadó, empujó la mesa y perdió la mirada en lo indefinido, fingió no escuchar a Domínguez cuando éste la reaccionaba, luego como volviendo desde las profundidades del ensueño se negó a hablar de lo que ocurría en su corazón. Éste se inclinó hacia ella creyendo comprender lo que deseaba la mujer; olía a perfume barato, a polvos de arroz y sudor de ayer, tenía arrugas entre las tetas, se dejó invadir; se negaba a decirlo aunque lo tenía entre labios. ¿Te amo?, Domínguez creyó que le declararon. No bobo, que si te la mamo. El instante perdió magia. Rosaurio mejor se puso a la obra, bajó la cremallera, hizo crujir la trusa no importa para sacar el tema, atacó con labios bien abiertos, subió desde la base hasta la cima, aplicaba ventosas como sacando dulce a una caña, desprendía soplándose los labios como si estuvieran enchilados, imprimía dramatismo y un aire de seducción felina, sacudía a toda velocidad y soltaba como hiciera con un cubilete; luego ternura daba un pétalo de beso, ahí jugó al cíclope, lo hizo su amiguito y lo apretujó contra su pecho, luegio pantomima de cantar al micrófono, se picó un ojo, se palmeó las mejillas la boca la frente, toques para una mascarilla, le hizo un vestidito con su cabello, lo giró hasta ponerlo de cabeza, lo jaló, le hizo molinillo, mímica de arrancar el glande y comer mantecado, lo exprimió como a residuo embolsado, se lo metió hasta la garganta provocándose asco, salivó, le dio un ataque de tos. Domínguez no soporta más, sube el grito ahogado, la vida suspende su aliento. Rosaurio celebra como por una victoria. Domínguez en una cantina con los pantalones en el suelo, a las ocho de la mañana con el encargo de toallas femeninas, se repone lentamente. Las carcajadas de Rosaurio son el norte de la realidad. ¡Tus hijos, llévate a tus hijos! A Domínguez pareció muy cruel el comentario de esta mujer, querría efectivamente tomarlos y salir huyendo. Notó que le ardía el miembro, que la rozadura era severa y necesitaba pomada; tan de repente esto. No obstante parecía enterarse sólo hasta ahora, con el destiempo que es descubrir lo sabido por el resto. Comenzó a notar que no eran pocos los clientes a esa hora y cómo los traspasaban con sus juicios. ¡Fariseos!, la explosión de Rosaurio impuso discreción. Luego declaró como si la hubiesen ofendido; conciliadora a la vez, que era una mujer definida y que esto que acababa de ocurrir lo hizo convencida de su deseo, sólo pedía que no la confundiesen con una cualquiera. Anunció marcharse como si diera un pésame, como si de ser instrumento sexual no quedara más que largarse. Confesó su deseo sincero de ser más que amigo de Domínguez; pero él ya tenía compromiso, más bien recriminó, las toallas fueron el motivo y evidencia. ¿La amas? Domínguez se mostró erizo, afirmó amarla aunque todo es relativo, masculló. Rosaurio exigió caballerosidad como final de esta historia, por lo menos la acompañase en la faena de coger el taxi. Domínguez la complace sin escatimar gentileza, descubrió que se le había disparado cierta euforia. ¿Cuántos? Dos. Dame el brazo, demandó ella. Domi lo tendió exagerando sin intención un aspaviento resultado principesco, se le vio comprometido con esa última voluntad, que para él era extinguir el germen de este amorío acre, entonces cada quien su camino y el resto literatura. Lo principal, su apremio por el encargo. El asombro. Fue como arrancar un espécimen de entre silla y mesa, como desentrañar un enjambre absurdo de protuberancias, las piernas de Rosaurio, triste secuela de poliomielitis; qué balanceo tan desproporcionado para equilibrarse. Y la compasión surgida en Domínguez, qué síntoma tan siniestro, por esa incumbencia de la teratología. Domínguez se empató piadoso con la desgracia de la mujer pero a la vez repudiaba ese andar destartalado. Consideró inminente la vergüenza de salir a la calle y ser visto como consorte de la que nadie quiere por clueca, como si estar involucrado con esta mujer denunciara de él igualmente torceduras, pero de su vida y su carácter. Lo mortifica la evidencia descarada de su egoísmo melindroso. Rosaurio avanzaba prendida de Domínguez y complacida ya de atraer las miradas, ejerciendo su derecho pero ante éste confirmándose desvalida. Domínguez nervioso de cruzar el umbral hacia la calle, como arrepentido del matrimonio frente al ara, pudo atisbar la basta ocupación de lo fútil en su vida. Entonces se precipitó determinado a compensar radicalmente con la honrosa consecución de los deseos de esta mujer. Salieron dignamente. Él como desfilando junto a un herido de guerra; mientras a ella importaba destacarse catrina y cortejada. Años más tarde comprendió cómo aquella mañana la mujer le transfirió el peso de su estigma, cómo él cargó la cruz de Rosaurio, cumplió todas sus peticiones con afán de liberarse. Ella exhibió el acto como si de verdad un gran amor los uniera; éste le ayudó a empacarse las alambicadas piernas en el coche, recibió caricias, evidente falsa ternura, entre ambos sostuvieron la escena, el peso crítico del público que les tocó, un grupo de albañiles con el derecho de los marginados a ranciar el decoro. Mientras él se mantuvo estoico para desahogar la crisis recibió una tarjeta y prometió llamar algún día, sí, algún día. Cerró la puerta del auto. Hasta nunca. No se atrevió a confrontar al corro de obreros escarmentándolo. Estar alcoholizado lo ayudó a sobrellevar esta exhibición patética del vicio, los goces de Domínguez, tenidos evidentemente por deformes. Abordó el carro siguiente y ya en camino, Domínguez fue incorporándose como luego de superar una prueba, aligeró su corazón de ese lastre moral, entonces ya otro, en otro espacio, se percató de haber olvidado las toallas sobre la mesa y de haber comprado el tamaño jumbo, que más bien parecen pañales, precisamente ahora que ganar distancia le descansa el alma, tener que volver. Sólo hasta ahora tuvo por emergente que habían sucedido casi dos horas de la mañana, y él avanzando inconvenientemente en reversa.

Puesto en marcha el progreso de verdad, Domínguez lucubra la historia que justificará su tardanza ante Maribela, su aliento alcohólico tan temprano, por qué siempre comete alguna desavenencia, el descarado desdén por los asuntos ajenos. Con esto Maribela deslegitimaría el derecho de reclamo que le guardaba Domínguez por largarse ayer con otro. Ante el escrutinio del chofer, Domínguez se limita a responder que imparte clases de eufemística en la facultad, más bien le pareció un asalto, seguramente obedecía al interés repulsivo que le había despertado. ¿Maestro?, repitió ansioso. Luego anunció decididamente que también daría clases y esperó ser descalificado por Domínguez, que notó cómo el mono tenía prisa por un motivo para conflagrar. Pero este viento fresco avivando el sabor del ron en su paladar, este sentir que la impresión de la realidad se aligera, este ser paseado en coche a la ro ro. ¿Qué metodología piensa utilizar para impartir su cátedra? Domínguez se dio cuenta que su vida coexiste con un perfil de gente pasmada entre la intransigencia y la franca vocación de obstáculo, con la que suele toparse por énfasis de su destino. Al recepcionista dijo dame una habitación; pero como si le hubiese faltado a la dignidad: Dame dinero, fue el reclamó. Es justamente el principio comercial, respingó. Dijo Maribela que se puso rojo. El disgusto un poco exagerado, reconoció Domínguez ante Reyes Ramos, ya en un ambiente de intelectualidad común, el Italia, quien arguyó como habitual la misantropía de Domínguez y la obvia ¿obvia? proyección. Lo exudas, observó. O la vanguardia de Zaragoza en los años del internado: ¿Por qué me dices Gandhi? Lo juro, mi querido Reyes, Domínguez permeado por una intolerancia notoriamente ensayada, de buen corazón admiré que esa mañana, tan limpio como nunca antes, el moquiento sujeto lucía como un verdadero dandy, primera vez que lo miraba tan pulcro. Este no entenderse entre la gente y sin embargo fingir que nos comunicamos, me repugna, Reyes, me repugna que la gente diga sí cuando ni siquiera comprende qué se le quiso decir. Bueno, yo dije esa especié de sí en mis primeros días de garzón y no me arrepiento, Manny se asume atractivo por la ligera separación entre sus dientes frontales, a un imponente hombre de quien no entendí nada su francés pero le llevé el mejor tinto y todo avante, hay que saber comprender más allá, exclamó afectado, tener eso que llaman cultura, había estado un par de veces en Europa luego de embarcarse y era la tónica de su aire internacional. Incluso entre la gente fraternal de Domínguez había a quienes admitía con deshonestidad por el hecho de hacer el tipo de comentarios que más bien tiene por usos del escrúpulo y la deferencia, preferible opinar del clima para iniciar una conversación. Con frecuencia se daba a la manía secreta de exigir un detalle original en todo decir, si no, un sonsonete terminaba poniéndolo somsoliento, un esplín splat a su interés. Reconoció los resabios de un calambre emocional, todavía alterado por su encuentro con Rosaurio. Acá el chofer se puso instintivo e incorporándose en su asiento apuntaló su mirada en el visor. De una comadreja, la impresión de Domínguez de la expresión rapiña; siniestros antagonistas los que se suceden en su historia. Después de tantos años aún no comprende cómo aquella anciana tan débil e indigente lo obligó a servirle un plato de frijoles por fuerza del autoritarismo. Nada justifica que fuera pequeño. Un día apareció la mujer en la ventana con su humanidad demacrada y dijo niño dame algo de comer. Es que no hay nada. ¿Cómo que no hay nada? Por lo menos frijoles. ¡¿Ni siquiera frijoles?! Se molestó seriamente. Pues cualquier cosa, ¡rápido! Dominguecitos sentía los pies de masa. Afuera la anciana parecía cocerse bajo el sol y el calor corrosivos del medio día tropical, tenía la piel de los brazos escamada y el humor de capataz. El pequeño Domínguez regresó equilibrando un tazón colmado, entre pasos cortos y derrames de potaje, para subir al sillón y pasarlo entre las persianas y ocasionar más derrame. La mujer creciendo en ira a la par de su ansiedad de llevarse ya esa comida a la boca, pero ya, en los últimos segundos pareció demudada por la decepción como un pinchazo. ¡Están fríos!, ¿qué, tú comes frío? El niño estaba hecho un fardo, incapaz de dar crédito sentía muy vaga la certeza de poseer un cuerpo, de ser por lo menos tangible, obedecía simplemente escuchaba y presenciaba el atropello de su dignidad de niño, opresión de no poder resistirse porque la mujer poseía injustos derechos sobre él. Pero es verdad que la mitad oculta ardía de indignación. La anciana exasperada largó a Domínguez por una cuchara. La obtuvo y atacó el plato. Oye, chilló cuando la sensación de que algo faltaba, unas tortillas por lo menos, ¿qué aquí comen sin tortilla? Parecía ofendida, como si la hubiesen timado con cinismo imperdonable. Dominguecitos había observado que se calientan más rápido directamente sobre la flama. Mamá decía que a esa edad no debe tratarse con fuego. Tanta la angustia del niño por calentarlas lo preciso, sus deditos quemó. Cómo fueron eternos los minutos que se tomó para realizar la operación, afuera lo iban a regañar, mamá las envuelve siempre con un mantel, ¿por qué antes no pensó que necesitaría uno?, comenzarían ya su regreso a la tibiez, ni siquiera había limpiado antes la mesa, a veces creía mejor dejar todo a medias, ni modo, las dejó sobre la superficie no tan limpia, corrió a las gavetas de la alacena, cómo el tiempo parecía arrastrarse y aquella señora esperando enfurecida bajo el sol, y él no encuentra la maldita servilleta, ¿qué dijo?, no, no, perdóname, diosito, cómo rechinan los cajones, ya la encontró, se dará cuenta de que huele un poquito a cucaracha, ya siente el alivio de salir en carrera, todavía se sienten calientes, a ver qué pasa. Sencillamente la anciana no conseguía satisfacción, ya ni siquiera le valía aporrear al niño, tomó la servilleta y no supo qué hacer con ambas manos ocupadas, ¿y ora?, asomó adentro de la casa para dar a entender que ahí había una mesa disponible. Domínguez embargado de timidez sugirió dejar las tortillas sobre la horizontal de la persiana, lógica de primera instancia, y para alguien con experiencia; la mujer estuvo de acuerdo sin salvedades. ¡Un chilito, por lo menos, caray!, comenzaba a menguar su molestia pero no dejó de señalar la horrible desatención. El pequeño Domínguez había quedado fascinado de que habían dicho caray y que le habían hablado de usted, como una vez también la miss Robin. Lo demás fue fácil, sabía que los chiles se guardan en la puerta del refrigerador. Trajo tres largos verdes. Los oyó crujir en boca de la anciana. Esperó paciente dando cuenta de lo que esta mujer había logrado sacarle. Al final un vaso de agua. ¿No hay de sabor? No. Tuvo angustia de que descubrieran que mentía, había de limón pero la guardaba para mamá. Admitió le recriminaran que no estaba fría y hacer dos viajes más por tan pequeño el vaso. La mujer fisgoneó varias veces hacia dentro de la casa. ¿Y tu mamá? No está. ¿A dónde fue? Al trabajo. ¿A qué hora llega? Al rato. Dile que si no tiene ropa que lavar. La mujer desapareció por la calle como un espectro. Había sido otro de esos días, como tantos otros, en que no se percata cómo ocurren las situaciones hasta que las consecuencias son inevitables. Tiró la televisión aferrado a cambiarle canal a toda velocidad la perilla, ¡carro de carreras!, gritó y se puso como loco a darle vueltas, hasta que caprum tronó la caja al caer y crach colapsó la pantalla, el objeto traumatizado en el suelo, dislocado y agonizante, dura impresión de lo irreversible, la culpa profunda de ser a corta edad causante de desajustes y variaciones del buen orden, de la paciencia y serenidad de la vida, y generar cada vez más gasto conforme crece. Pero su derrota a manos de la anciana, ¿en realidad pudo ser así? Luego una sonrisa refrescada por este aire entrando al taxi, más espontánea, mejor, dejar desaparecer las realidades y ver surgir nuevas, todo en la comodidad de la mente, dejadas en el camino. Algo en el pasajero inconforma persistentemente al conductor, no se sabe bien pero el rechazo aumenta. Mar adentro, Domínguez en el internado juvenil, en el edificio de habitaciones, sometido con otros a un juicio ilegítimo en la habitación compartida con el grandullón. Habíase descubierto un calzón cagado bajo una de las literas y el abusador exigía la confesión del autor de tal marranada en sus dominios. La tensión era brutal, sostenida apenas por un silencio frágil. Sácalo de ahí, ordenó a uno de los presuntos, que sustrajo la prenda muy cuidadosamente jalándola con lo que juzgó la punta de la punta de su zapato. Entonces la verdad impuesta por la evidencia, era demasiado grande para pertenecer a cualquiera de los acusados, era del bravucón. A todos costó asimilar la revelación. El grandote los largó del cuarto arreándolos con zipizapes y empujones; pero Domínguez absorto no se movió, incrédulo de cómo la mancha se extendía casi hasta la región de la talega, dedujo su alcance inverso. Reconoció un vicio imperdonable. Malograda la necesidad este sucio gordinflón había permanecido así, qué vergüenza, ya se lo podía imaginar soportando plácidamente, apretando hasta volverse imposible y ceder, luego pasearse por la habitación hojeando sus revistas Loco. Absolutamente roce alguno en su andar bípedo no hay sino lubricidad total, así hasta verse obligado a resolver la situación de algún modo, bajo la cama la evidencia, seguramente antes del llamado a las actividades al aire libre. La intriga de Domínguez por el delito y su evidencia fue premiada con un durísimo puntapié cuando todos ya estaban afuera. Pero ¿acaso no era indiscutible la proximidad siempre riesgosa con el Grandullón? ¿Cómo es que una vez más le ocurría perder la noción de la realidad, aun frente a la bestia? Se cree que en algún momento Domínguez comprendió que habría límites sin retorno en esa actitud, pero igual que siempre, como rastro de una pincelada, mientras busca explicaciones por otro lado, en la tesis cualquier niño se caga en los calzones. Mas no en tercer grado “B”. Recuerda cómo la masa blandengue de su detrito le bajó por la pierna del pantalón, cómo la bola quedó huérfana en el rellano a la hora de la salida, cómo en su carrera los demás niños saltaron esquivando la pieza, y se corrió la voz tan rápido, ¡maestra, hay una caca en las escaleras!, él aterrado huyendo como un Yeti a esconderse; la maestra y una tribu de niños fueron a cazarlo, antes la miss no lo dejó salir-le ganó, se le vio cruzar el extenso patio de la escuela con el traserito empastelado y un andar de jinete, fue llevado a limpiarse en la regadera de la conserjería, regresó a casa con un ajeno short de deportes y la camisa de gala de los lunes, todavía algunas moscas le rondaron en el bus escolar, aislado en su redonda, los grandes, cagón, lo escarmentaron; uno solitario lo bautizó como “Il cagachón atómica”. Hoy viajando en el taxi resuena en su cabeza el título y ríe como un manantial un instante ausente de todo orgullo, su alma vuela una eternidad y regresa. Cuánto buen humor le parecía ahora aquel chico inquisitivo. Ahora pocas cosas hacen gracia a Domínguez mala circulación. Notó que hace tiempo Santanel no visita la casa, el muchacho siempre confundido, con pretextos inverosímiles para quedarse arrellanado toda la tarde en la estancia. Una vez resistió hasta media noche las indirectas de Maribela respecto a irse a su casa, se quedó a dormir en el sillón. Rivaliza con Bólek por pequeñas comodidades. El frenazo del coche le dio inercia empujándolo del asiento, expulsado de su memoria y de su ensueño. Afuera la ciudad palpitaba de actividad pero el semáforo apenas cambiaba a rojo. ¿Novelestop?, el chofer anticipó una justificación reclamo. No era necesario frenar así, quisieron sacarlo de sus cavilaciones, Domi lo sabía, no fue un incidente y no era necesario… amarrarse. Odiaba carecer del vocablo preciso al punto y recurrir al estilo ordinario de la gente que usa groserías como lenguaje común. En ese momento comprendió que las arañas en el techo de su estudio le dictan “Alvarado de Amezcua”, la novela que está escribiendo, las verdaderas autoras, por eso tan quietas todo el tiempo traman. Pero él estaba enfadadísimo con el hábito nacional, a estas alturas toda una institución, de referir el compromiso de manera esquiva, el uso desde siempre en la historia de su raza; dado que odia la política se obligó a retroceder sobre sus palabras para coger el fragmento “quisieron sacarlo de sus cavilaciones”, y precisar con justeza que este hombre mal intencionado pretendía quitarle el placer de la práctica de la ausencia. Inclusive estudió la posibilidad de un reclamo. Pero aquello de ser víctima de las pasiones no debe existir porque se trata de un aguijón que envenena al rastrero mismo. En esta ocasión representaría, al menos por contraste, la debida norma; como hace el padre Bobbio. Pasaron junto a la capilla y se le vio instruyendo a un zagal de expresión noble; pero Domínguez Domínguez Huerta Cisneros, su madre lo sabe, siempre a favor de la historia prohibida del día de campo fatal, la lucha interior del pontífice, tanta dulzura le inspiraba ese monaguillo derramado de inocencia, la fogata había encendido y el religioso se negaba a erguirse, pues ya lo estaba su deseo. Cada domingo el misal era dejado como descuido al pie de la habitación que Domínguez arrendaba a Lady Chelo en Casona Tabachín (tenía abandonada una garita de recepción donde se cagaban, no se sabía, si los perros o los hombres callejeros). Y eso que te llamas Domínguez, la casera reconvenía recordándole el desperdicio de deshonrar la agradable coincidencia de llamarse como el día dedicado al Señor, justamente cada una de esas tardes a la seis, con el llamado de las campanas al fondo, la homilía a punto de iniciar, el otoño con su luz rojiza traspasando el ventanal revelaba la parsimonia efervescente del polvo, el tedio de un pretexto moral macerado en la abulia, quietud comprometida de su habitación. Siempre se sintió acechado por la mujer persiguiéndolo a todo lugar con su oído indiscreto, un auténtico radar. Llegó a gritarle desde su aposento que el frasco que había cogido no era el del café, sino a lado izquierdo, uno de cristal ámbar, precisamente el que había tomado ahora. Una tarde en que Domínguez detuvo sus pasos en el corredor la mujer espetó irritada: Ha visto ese retrato de mi juventud incontables ocasiones, ¿cuál es su propósito? Luego de llegar del trabajo, adormecido en su habitación, ya no recuerda si soñó o desde el salón Lady Chelo le solicitaba por favor no dejar más tiempo sin depositar la envoltura de esos caramelos en el cesto, válgame, si lo tenía al pie de la cama. Trasciende que el día que riñó con Lady Chelo, el siguiente a su llegada, fue el principio de su ardua y largamente reflexionada decisión de mudarse. Ella se había hecho de autoridad para reprimirlo por los pensamientos poco virtuosos que tenía todo el tiempo, según adivinaba, pero en general porque no saludaba por las mañanas, y cuando lo hacía, en lugar de decir buen día lo hacía provocativamente en plural. El día trágico la liliputiense depuso el diario sobre el mármol de la mesa, gravemente contenida especificó que no, yo-no-estoy-loca; pero usted, suspiró antes de la ráfaga, ¡todo el tiempo piensa en las hermanas Coulotte!, acusó con su largo dedo artrítico y su ceño de águila, convencida de la fuerza telúrica de semejante gravedad. Por supuesto, parece no haber lógica; pero Domínguez admite con asombro que instantes previos su recuerdo paladeaba la lubricidad siempre flotante en la atmósfera de la casa de su amiguito, ándale, vamos a jugar Video dos mil, nervios, adrenalina ligera ver qué pasaba cada vez; la casa de las hermanas Coulotte, de voceada ascendencia franchesca, según dicen; el barrio sabe que en el verano solían abanicarse en medio de la sala sin contratiempo tendían moliciosas piernas abiertas sobre los brazos de sillones, expandían sus faldas, aunque a veces usaban cortos y eran días especiales, pasaban el cartero y los vecinos, los abarroteros, el zapatero, la palomilla preguntando por el pequeño Jean quería hacerlo su amiguito, suficientes donjuanes para todas. Un día en que el pequeño Domínguez las tomó por sorpresa en la cocina comparándose las tetas desnudas, ellas dijeron entre carcajadas que a este niño le dieron crecilac, pues por un instante una creyó que se trataba de la presencia su marido. La presuntuosa Malena incitaba a que las demás admitieran: Estoy bien buena del mollete, por eso mis hijos salieron divos. Cualquiera te lo gratina, apenas el aspaviento indiferente de Ruth la veterana. En imágenes para siempre eran televisados los Juegos Olímpicos, las mujeres Coulotte comentaban los atributos de los atletas, que cómo le hacían para estar tan fornidos y cómo sería la cosa con uno de esos tractores en casa. Figareda, la menor, emocionada por la contorsión de pija de un japonés sólido pero de baja estatura a punto de brincar a las argollas, la tiene así, dijo y sacó la lengua por una comisura de su boca y completó con ojos bizcos cabeza ladeada y manos torcidas una expresión a todas luces incomprensible. Estas mujeres, reducto liberal de la tradición.            

Al final dieron vuelta hacia el frío callejón Antares donde al departamento de Domínguez no calienta el sol. En el fondo, se decía, importaba un moño, era como le tocaba vivir, lo comprendía desde siempre, mientras hurgándose los bolsillos por dinero tuvo la sensación de llegar siempre en el último instante, cuando ya todo terminó, sólo para reconocer una némesis absurda. Resultó que el taxista no tenía suficiente para devolver el sobrante del billete y que nada podía hacer, ni siquiera tenía la pretensión de mostrarse preocupado por el contratiempo, por lo menos ¿salirse del coche para qué? Tiene razón, cedió Domínguez; pero esta insatisfacción gratuita del chofer respecto a su existencia estaba saliendo de control y afectando intereses comunes. Mire, señor, ¿cómo se llama usted? Din Don Dan. Reconoció únicamente los acentos de una carambola prosódica y un repelente aire de autosuficiencia, en realidad habían dicho don Danilo. Resonó la altanería: Pero no se preocupe por las respuestas, las preguntas van a cambiar. Relámpago/revelación/conciencia. Luego la impresión de que ni Danilo supo qué quiso decir. Ingravidez donde nada es lo que parece. Formalmente, vértigo. Noción de un diálogo con la inteligencia del entorno, con una sincronía danzarina de realidades; este mono, mera instrumentación. Domínguez prefirió resolver con un silbido, poco menos que armar alharaca gritando, aunque no concilia del todo. Esperó. Así se ve desde abajo, pensó al ver a Maribela asomada a la ventana, cómo de sus cabellos húmedos colgando detectó una gota viajar hasta él. Ella bajó en batín a pagar el servicio y además enfadada de Domínguez. El caradura del volante renació al verla, salió y fue a lo que hizo parecer un encuentro, sugerencia de que cualquiera siente derecho a ella. Maribela reconoció y se hizo dueña de la circunstancia, entonces henchida y llena de aire edulcorado suavizó donosa y pavoneó el halago, dejó descubrir accidentalmente la pierna. Hace creer a Domínguez que nunca da cuenta de detalles como este alentar la carne; y los manoseos en pasajes solitarios por abusadores con nombre y apellido, las groseras proposiciones de la runfla de tramoyistas del Orfeo, ella lo interpreta como una reacción obvia pero desinteresada de los chicos por su atractivo. Farsa, se advirtió la histeria ya reconocida de Maribela, hace del mundo no más que un proscenio, consideraba más grave el retraso de las toallas que su infidelidad. Se dejó besar la mano extendida con el billete entre los dedos mientras Danilo se lo despojaba embelesado por esas tetas generosas. Domínguez notó que además de ser muy alto don Danilo tenía algo de perro enfermo en el aplomo de su desgarbo, por eso, ¡óigame, don Chapatón!, pretendió ironizar la pachorra de estar fijado en los senos de su mujer. El sujeto se volvió como si hubieran dado martillo con lo único que despierta su dignidad. Y usted, un ratón de laboratorio que ya le gustó probar sustancias. Indefectible la conflagración. Y usted un hombre que carece del hábito de la limpieza. Pues usted un viciosillo de las tabernas. Domínguez entendió que Maribela ya hacía conjeturas de por qué dice esto el señor y cómo agravar la ofensa, ponerse irreconciliable hasta hacer de Domínguez por su falta un lacayo (el último recurso de éste será convencerla de “caverna” y no “taberna”). Y usted, un ordinario chafirete de las rutas de la miseria. Por lo menos me gano la vida, no que usted… si ya todo mundo lo sabe. Gánese el respeto. Ése debe ganarse. Lo mismo dije; entonces se amoscó y pretendió ser contundente: Mire, don Danilo, usted es tan desgraciado que si montara una bicicleta, en ese momento se le cae el sillín y del picón creerá que no merece la pena vivir sin hombría. ¡Y usted, y usted, mírese tan culón para ser hombre, ese sillín no le alcanzaría! Dolió a Domínguez porque era una verdad que martirizaba su modelo viril, pero sobre todo, su sentido estético. Pues usted, una piedra en el camino; evidentemente minada la vanguardia. Yo seré miserable pero no tengo la vida tan disimuladamente intoxicada, usted es el único que no se da cuenta de nada, ¡viejo cagón! Domínguez quedó fondeado en un hervidero (el mustio comprendía). Entonces le picó tenaza los ojos con un fu, suerte rápida de mantis, para coger de  inmediato las toallas en medio de la precipitación, como de aventura de la tele (¡sus lentes de moda olvidó!, arriba guardados en la gaveta, junto al tubo de vaselina recuerda entre papeles acumulados facturas viejas recetas afiche oración a San Judas plumas promoción invitación padrinos de la pequeña Mina cortauñas clip hilo dental tarjeta de plomero manita rota del niño Dios estuche de joya un trozo de coral negro termómetro lupa bibelot de ángel agujas escalímetro una cuija se escabulle supositorios la manija desprendida del cajón, la instantánea era tan suya como si la presenciara; el modelo ultra de esos lentes lo hacían lucir tan bien, que a veces creía que la gente se lo reprochaba, como si les fuese injusto que explotara su buena percha) la adrenalina se había disparado y actuó rápido. Su mujer también se arrebató por lo que le pareció un gag, volcada, lanzó un alarido y propinó una bofetada a Danilo, un rodillazo en los testículos y abusivo tirón de greñas, en medio de carcajadas histéricas. Entraron de prisa cerraron subieron corriendo trastabillando en las escaleras arrojándose en competencia, desparpajada dupla de gandules. Con Maribela tendría mejor relación como mafiosos que amantes. Tuctuc cran, abrieron la puerta del departamento y entraron furtivos pero con el corazón a galope. Bólek se les apareció enfrente con la cola erguida exhibiéndoles el ano como saludo. No le prestaron asunto y se deslizó al percibir la alta tensión que irradiaban, no era su estilo. Maribela se precipitó a la ventana; la misma desde la que Domínguez la vio partir con otro. Escucharon no un anatema sino la declaración de Danilo: ¡Te amo, primavera, vives en mi corazón!, entonces se le quebró la voz y subió el gimoteo de un llanto. Ella le lanzó besos como si zarpara a bordo de un festín de transatlántico a la aventura de la vida. Domínguez sintió el aire musical de la bella época y fue también a la ventana. Maribela con el tirante caído del hombro y sus cabellos húmedos, una mano muy sentida sobre su pecho y la otra un vuelo de gaviota alegoría del adiós. Domínguez la tuvo tan cerca que no dejó de sentir que se la llevaba don Danilo. Sea nada más poética de un instante, cosas del corazón las que ella regala, no las tasa porque es su manera de ser, según dice; abrevadero que Domínguez anhela no importa el descaro, egoístamente en absoluto para sí, llevaba su celo siempre unos pasos más hasta percatarse sólo cuando la había devorado o lastimado. Se volvió normal traspasar los límites, error premeditado de su sacrificio hedonista; dos perros en la calle atorados de dilatado fornicar, apretándose más al tirar cada uno hacia su rumbo. A lo lejos Danilo saca la mano del coche y grita hasta siempre muñeca, suena insistente el claxon. Una anciana hasta el colmo irritada con la faena chilló que por amor de Dios se callen se larguen y se mueran; pero respondieron ladridos de perro y hasta después el silencio.

Entonces sí la realidad. De frente a Maribela en el mismo espacio estrecho de la ventana. Es en esta proximidad que no obstante los años de unión, la desnudez de los cuerpos y las almas que terminan siéndose espejo, donde Domínguez siente desconocer a su abejorro querido, de improviso ajeno como nunca, ni siquiera como la primera vez, en la conferencia de admiradores de Marceau, que vino decidida a sentarse junto a él, como siguiendo un caminito. Éste no entendió por qué sin conocerla ya sentía que la amaba, le reclamó haber tardado tanto. Ella sonrojada, que estaba comiendo filete de beluga en la bistro. Esa misma noche en la oscuridad de la habitación Maribela le rogó ser preñada pues veía en el fondo de sus pupilas un delfín homenajeándola con piruetas, que le pedía venir al mundo. ¿Eres tú, eres tú?, se dijeron al declararse secretamente en busca del amor de sus vidas. Creyeron por fin encontrarlo. Vidas revisitadas, ahora se queja de hastío; pero si no es verdad esta liquidez de la vida reciclada de la que habla con tanta familiaridad, recrea el sortilegio. Luego por las misivas a Willy que le descubrió, supo que a todos sus enamorados llama “mi centauro”, que los hace y luego despoja; a Domínguez también nombró “mi guerrero” porque aquella primera noche lo halló como una escultura indígena iluminada, dijo, por luz de luna que baja a ofrendarte su manto de plata, el misterio, la mar nocturna, entonces supe, eras el hombre que tanto había esperado, ¿no te das cuenta?, todos estos años de soñarte, cada noche figurarme tus ojos en la negritud de mi recámara de mi imaginación de mi poesía, por ti he resistido a las promesas y seducciones de todos los hombres del mundo, porque sabía que estabas en algún lugar esperándome, ese anuncio que pusiste en los clasificados decía “y afuera, el cielo gris me niega el saberte mía”, lanzaste tu saudade y nos cubriste de manera tan conmovedora me atrapaste, toda una victoria (por esos días Domínguez sólo recuerda su estado permanentemente alcohólico), lo leí una tarde de verano y ardí, dije este hombre necesita conocerme, me hallé poseída, me despojé las bragas y estuviste en mí desde mucho antes, te perseguí, te soñé, fui un dragón de colores cada noche de ventana en ventana buscando al hombre de la poesía triste, rogué a los dioses cuidaran de ti hasta encontrarte, no dejes de tocarme, arrímate, no te preocupes, soy tu ángel protector, así, más fuerte, así, no dejes de moverte, la primera vez, ¿recuerdas, loco semental?, serrucho y machaca toda la noche; Domínguez aterrorizado, un súcubo le hace el coito en los sótanos de su imaginería, es retenido por el miembro y dos gárgolas minúsculas con sus fauces prendidas de sus tetillas, desfallece envuelto en brumas de perversión, sensación y vértigo de desinflarse. Maribela le arrebata la bolsa de toallas y espeta categórica que todos sus novios han sido hombres perfectos, no-sé, el colmo de su enfado fueron sus dedos acentuando en el aire, por-qué-me-junté-contigo. El hartazgo de Maribela era pues batuta y regresaba a Domi al conflicto real por la zurra que le propinaba. Quedó mirando ese cuerpecillo lúbrico meterse al baño con su paquetón, renqueaba ligeramente, de niña un primo la empujó desde el techo de la casa y cayó de pie, no habla del asunto, desajuste casi imperceptible, para ella desdicha de ser imperfecta. No creerían cuando participa cada año en la ópera rock de verano y todos la felicitan. Como tantas ocasiones pero en ésta sin referirlo siquiera, Maribela obliga a Domínguez a enorgullecerse de tenerla y a valorar su buena suerte, de otra manera no puede ser más que un imbécil, se lo había hecho creer y ahora es límite de toda discusión o razonamiento.

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